A la tía Irma, que me enseñó a amar los libros.
El año pasado, a principios de noviembre, me invitaron a dar una charla sobre la lectura, al inaugurarse la exposición permanente de una colección de esculturas llamada "los lectores", de Gustavo Armijo, en la biblioteca de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. El contenido de la charla fue posteriormente publicado en la edición dominical de La Tribuna. No había querido publicarla en el blog porque muchas de las cosas que digo allí ya están incluidas en algunas otras blogorduras. Pero algunos amigos insistieron y me convencieron, así que aquí les va.Debo agradecer, para empezar, dos cosas: la invitación de los organizadores de este evento a compartir con ustedes mis divagaciones acerca de la lectura y los lectores, y mi vida y circunstancias, que me hicieron un lector desde temprana edad, bien nutrido del cuerpo, como pueden observar, y también del alma, aunque eso sea más difícil de ver.
Las monjas de la Asunción me enseñaron a leer con el ridículo libro Pepe y Polita antes de entrar a primaria. No he parado de leer desde entonces. En la casa de mis padres siempre hubo –y sigue habiendo-- muchos libros, desde la Biblia, las enciclopedias y colecciones de la época y los libros de texto que se fueron acumulando en el estudio de mi viejo, hasta algunos libritos entre eróticos y pornográficos que circularon de manera semiclandestina por los baños de la casa –somos 5 hermanos varones-- antes de ser confiscados por mi madre, pasando por novelitas de vaqueros, fotonovelas rosa, libros y manuales técnicos, atlas y diccionarios. Periódicos y revistas como Selecciones, National Geographic, Vanidades y Buenhogar, e historietas de Chanoc, Supermán, Capulina, Vidas ilustres, Kalimán, y otros, completaron la biblioteca privada en la que me inicié como lector, bajo el estímulo constante de mis padres y mis padrinos, uno de ellos librero y la otra bibliotecaria. Puede ser que en otros países, quizá Europa o Rusia, los niños tengan mejores bibliotecas para iniciarse, pero aquí yo tuve ventaja. Conozco gente que sobrevivió durante muchos años teniendo como único material de lectura el almanaque de Bristol...
Desde pequeño fui comelón, y mi madre se encargó de que no me faltara nada, a lo que yo respondí engordando para hacerla feliz en aquella época en la que gordura y salud eran sinónimos, y las madres presumían ante sus amigas a sus rollizos y mofletudos descendientes como prueba de su dedicación y esmero.
Así crecí, nutrido de cuerpo y alma,Y es necesario decirlo porque las dos cosas son necesarias: los humanos somos una mezcla de dios y bestia, santo y criminal, de San Francisco y lobo de Gubbia, de Sancho y Quijote: aspiramos a la perfección que intuimos a través de las artes, las ciencias, la religión y las humanidades, sin perder el gusto por los placeres mundanos de la comida, la bebida y el sexo.
Los griegos inventaron el centauro, ese monstruo mitad hombre y mitad caballo, no porque algún viejito cegatón haya confundido al caballo con el jinete, sino como el símbolo que mejor representa la naturaleza humana: el espíritu y el cuerpo en constante contradicción, el jinete anhelando la belleza y la perfección, y el caballo dispuesto a los placeres mundanos. Uno puede imaginarse al centauro llegando a una pradera al anochecer, con el cuerpo equino diciendo “qué buena grama, como para darse un atracón y luego retozar en ella, con alguna de esas yeguas hermosas que vimos por el camino” y a la mitad humana reclamando “¿no ves el cielo, pedazo de caballo?¿no ves las estrellas, la belleza, la armonía?” Juntos viven en conflicto, separados mueren los dos. Nosotros también, cuerpo y alma: juntos peleamos, separados nos morimos.
Y el espíritu humano, horrorizado ante la posibilidad de ser dominado por los instintos, inventó la cultura: la religión, las artes, las ciencias, el lenguaje, son las armas con las que el espíritu, que se sabe débil, trata de dominar a la carne, que es fuerte. La cultura es producto del miedo a que nos dominen los instintos; es nuestra y es lo que nos hace humanos. No son cultos los dioses, que no tienen instintos, ni las bestias, que no aspiran a la perfección. Sólo somos cultos los hombres, que hemos dejado de ser animales sin llegar a ser dioses, que tenemos un ancla que nos quiere atarnos al suelo, pero también velas que quieren seguir al viento. No somos como los árboles, confinados al lugar donde nacieron, ni como las nubes, condenadas a ser errantes: nosotros podemos levar las anclas y buscar mundos mejores para echar las anclas de nuevo.
Lo mejor que ha producido la cultura es la palabra, con la que mentes y espíritus se comunican y comparten el ideal común de de trascender, de ser algo más que carne, hueso y grasa. Mejor aún es la palabra escrita, que ha superado los límites del espacio y del tiempo para crear el diálogo humano universal que nos define como individuos y como colectividad. Sólo la lectura de la palabra, escrita en arena, piedra, papel o silicón, nos concede el privilegio de incorporarnos a este diálogo y sentirnos profundamente humanos. Leo, luego existo. Nos hemos acostumbrado tanto al acto leer que lo damos por sentado, se nos olvida que hace muy poco tiempo los lectores eran minoría, se nos olvida que leer ha sido un privilegio, pero esperamos que de ahora en adelante nadie, absolutamente nadie, se quede sin saber leer.
Los libros son la materialización de lo que podemos llamar humano. Desde pequeño aprendí que los libros son como las comidas: hay libros aperitivos para abrir el apetito por la lectura, libros como platos fuertes que nutren y sustentan el espíritu, libros acompañantes que no nutren pero llenan y sirven para matar el tiempo, libros postre que sientan bien al final, pero empalagan en exceso, libros muy especiales, para de vez en cuando, y libros que, como viandas extraordinarias, nos llegan una vez en la vida. También hay libros agradables al paladar pero imposibles de digerir, y libros chatarra, que sólo producen congestiones y flatulencias intelectuales.
No existe el libro perfecto porque, al fin y al cabo de factura humana, los libros sólo reflejan nuestro anhelo y nuestra necesidad de alcanzar la perfección, pero no reflejan la perfección misma. Creer que un libro basta condujo al Califa Omar a cometer uno de los crímenes más graves de la historia al ordenar la destrucción de la biblioteca de Alejandría. No menos nefasto fue Fray Diego de Landa al destruir los códices mayas cortando de tajo el cordón umbilical que nos unía con nuestra propia historia. Siguen creyendo algunos déspotas que destruyendo los libros se destruye el espíritu. No saben que son el espíritu y la inteligencia humana los que dan vida a los libros, y no al revés.
Y como el espíritu sigue vivo, los libros y las bibliotecas han sobrevivido y están más saludables que nunca. La biblioteca de Alejandría ha sido reconstruida. Este espacio en el que hoy nos encotramos invita a pensar, a leer, a ser mejor. Hasta las columnas y los muebles quieren leer. No nos extrañaría que uno de los lectores del maestro Armijo cobre vida, repitiendo el milagro del barro convertido en hombre, gracias a la lectura. Este es el espacio donde podemos entender el pasado e imaginar el futuro.
Es la lectura de libros la que impulsó a muchos de los grandes hombres a realizar las hazañas que luego fueron narradas en otros libros. Muchas de las cosas que hoy nos asombran existieron antes en la imaginación y en los libros, fueron primero sueño y pensamiento, después palabra escrita y después realidad. La lectura nos hace elevarnos por encima de lo cotidiano y común para vislumbrar lo posible. Por ello se le acusa de confundir a algunos, de hacerlos vivir fuera de la realidad, en delirio constante.
En el mundo de los libros y la lectura uno se ve a sí mismo, se reconoce en los personajes y en las situaciones, se topa con todas esas cosas que le dan alegrías y tristezas, júbilos, angustias y vergüenzas. A veces da hasta miedo descubrirse en los libros, por eso digo que la lectura no es para cobardes. Hay que atreverse a entrar en lo desconocido, a pensar en otros mundos, a buscar en las ideas de las grandes mentes un mundo mejor que el que tenemos ahora. Y hasta puede ser que los libros nos cambien tanto la vida que terminemos haciendo quijotadas como el célebre personaje de la inmortal novela de Cervantes, no muy diferentes de los delirios de los que los profesores de física tratamos de convencer a nuestros alumnos afirmando la existencia de cuerdas irrompibles, superficies sin fricción, caballos esféricos y jinetes sin masa.
En una ocasión me dijo un amigo que la lectura de libros me podría abrir dos puertas: la del infinito, o la del manicomio. Contesté lo que, a mi juicio, debe contestar un humano que se precie de serlo: el premio es tan grande, que vale la pena correrse el riesgo...
¡Muchas Gracias!