viernes, 10 de julio de 2009

¿Y Nosotros? en Medio...

Impresiones de un centroamericano
navegando en las honduras de Honduras



Aún en medio de esta guerra
algún niño sonreirá
porque no se puede apagar
con las balas
la alegría de los pueblos.

Pablo Neruda


Hace un par de semanas le escribí a mi cuñada diciéndole que lo que le habían dicho del golpe de estado eran rumores, que el asunto de la reelección de Mel era un mito urbano, que las elecciones estaban listas para fin de año y que Honduras seguiría caminando, quizá con algunos tropiezos pero sin detenerse, en la línea de la democracia.

La realidad se encargó de mostrar mi equivocación. El domingo tempranito sacaron al presidente en chancletas, lo fueron a botar a Costa Rica como quien tira la bolsa de basura en el jardín del vecino, nos quitaron la luz, cerraron el canal del gobierno y las estaciones de radio y TV que podrían decir alguna cosa "impropia" sobre lo que estaba pasando, y comenzaron a desarrollar un show tan espectacular que fue capaz de sacar de los titulares a Michael Jackson y a la gripe porcina.

A las pocas horas volvieron a subir la palanca de la luz para que pudiéramos ver en la tele el vergonzoso acto en el que el Congreso de Honduras, convertido en amo y señor de la situación, aceptó una carta de renuncia del presidente quien, gracias a la velocidad de CNN, desmintió haberla firmado. Convertido entonces el congreso en tribunal ( ¿y el poder judicial, entonces?) escondió la carta, enjuició, condenó y destituyó al presidente, sin oír su defensa, con una eficiencia que hubiéramos deseado para aprobar leyes importantes como la ley del agua, y otras que duermen el sueño de los justos esperando que los somnolientos diputados tengan un tiempito para darles una mirada. Y luego juramentaron al nuevo "presidente".

A todo esto le llamaron "sucesión constitucional" o algo por el estilo, aunque lo más pisoteado en todo el proceso fue la constitución. Su lógica: peguemos antes de que nos peguen.

Así se hacía antes: quitaban a uno, ponían a otro, y mandaban un telegrama a Washington para informar del éxito de la misión y del nombre del nuevo excelentísimo. Pero las cosas han cambiado. En unos cuantos días el mundo entero nos dijo que los golpes de estado (así, sin eufemismos) son cosas del pasado, que limpiaran y ordenaran para volver a empezar...

Pero el orgullo, la ambición, el egoísmo, el odio, y otro montón de cosas feas, prevalecieron sobre la razón, la prudencia, el amor y las cosas bonitas. De uno y otro lado surgieron insultos y acusaciones, cada uno se presentó a sí mismo como el paladín defensor de la ley, por amor al pueblo y al país, y dejaron confundido al mismo Dios de tanto invocarlo, cada quien para su causa. Y mientras los políticos y los leguyeyos hablaban de Dios, los obispos se pusieron a hablar de leyes, los militares de paz y democracia, los teóricos hablaron de entrar a la acción, y los expertos y analistas que se la pasaban hablando en la tele no dijeron nada.

¿Y nostros? en medio. Tratando de entender qué está pasando, de adivinar si deberíamos hacer lo que queremos, lo que debemos, o mejor no hacemos nada.

Es duro cambiar de hábitos. Nos habíamos acostumbrado a irla pasando, a contar chistes sobre la corrupción, el abuso de poder, el robo de tierras, la ilegalidad de los actos en el gobierno, la universidad, el comercio y los bancos. Era ya parte del folclore y hasta nos sentíamos orgullosos de que los pícaros de aquí fueran más originales y eficientes que los pícaros de otros lugares. Ocupábamos nuestro espacio, afortunadamente cómodo, dentro de un orden en el que cada cuatro años otro de los mismos se subía al guayabo para resolver sus problemas y los de sus parientes y amigos, a costa del país y del "pueblo", esa masa de gente que décadas o siglos de injusticia han dejado ignorante y fea, sin modales, que se reproducen como conejos y tienen la maña, cuando son "mal aconsejados", de detener el progreso reclamando como suyos la tierra y los recursos de los lugares donde viven. Le limábamos los dientes a la conciencia asistiendo a misa con el resto de la gente bonita, dando una limosna de vez en cuando, o proclamando a voz en cuello nuestras ideas progresistas mientras tomábamos güisqui del bueno.

Y, de pronto, se nos ha movido el piso. Como mil grados en la escala Richter. Los gorilas se salieron de la jaula y se han vuelto locos de miedo por una luz roja que los dejó medio ciegos; sacaron al domador, y todos se han metido a la pista del circo. Los payasos se dan de bofetadas de mentiras, el mono anda con el látigo del domador pegándole a los chuchos amaestrados, el mago saca decretos, órdenes de captura y leyes del sombrero, el oso le aruña las canillas a la trapecista, los leones siguen durmiendo, el enano anda en zancos y la elefanta le dice que así no, y algunos gritan que les devuelvan el pisto de la entrada, amenazando con apedrear al equlibrista.

Hay una extraña procesión en la que unos gorilas llevan en el anda a un personaje que ha pagado en oro, a un sastre más pícaro que él, ese traje de emperador que sólo él y sus allegados miran. El mundo entero le ve las canillas temblorosas que él cree cubiertas por su traje imaginario. Detrás vienen obispos y pastores recogiendo las migajas del emperador, por fin unidos por el amor al oro, ese metal que los indios sabían que sirve para buscar la belleza, elevar el espíritu y adorar a los dioses, pero atrapa y esclaviza a quien quiera poseerlo. Se revuelcan todos en la misma pocilga, tratando de cubrir sus vergüenzas con terciopelos y sedas, crucifijos, y ferretería de altar mayor. Un viejo con aspecto de rata peinada grita a través de un altoparlante que los negritos no saben nada, que los países chiquitos no son importantes, que los zapateros deben volver a sus zapatos y otras cosas a las que nadie le hace caso. Y luego un nuevo Moisés, de color canelo, guía con su canto a un rebaño de ovejas blancas blancas, que sin levantar la cabeza avanzan al banquete sin darse cuenta que son comida y no comensal.

Un gorila que le pegó a uno que pedía a gritos que vuelva el domador, salió huyendo cuando se dió cuenta de que no hay sólo uno, son cientos, miles, cientos de miles, es el famoso pueblo, gente fea y sucia y de malas costumbres, como esa de querer opinar, como si ellos supieran de política y de diplomacia y de todo eso. Pero no se callan y cada vez son más, y cada vez se oye más lejos, y el único que no oye es el emperador, porque junto con su traje le dieron unos audífonos bose, de esos que matan el ruido exterior.

Y los señores que estaban en los palcos han decidido que ya estuvo bueno de relajo y se han dado la vuelta para ir en sus carros a buscar otro espectáculo que no sea tan vulgar y bullanguero, tristes porque a la mariíta y a la puchunguita les atrasaron el vuelo y no pudieron ir al entierro del rey del pop.

¿Y nosotros? aquí en medio, gracias...