El Oso Guardiola me contó la historia de Macario. La degusté con sorbos de Zacapa Centenario, y pensé que es el tipo de historia que la Nía Nena contaría en sus cartas a su comadre, la Nía Toya. Por eso la transcribo en forma epistolar
Querida Comadre:
Le escribo porque me siento triste. Siempre estoy así desde que mi amado esposo Salvador, que Dios lo tenga en su gloria, me dejó.
Cuando los mozos se van, por la tarde, me quedo sola con el Marimba, un chucho costilludo que siempre andaba con el difunto Salvador, que de Dios goce, y ahora siempre anda conmigo. Algunas veces, por la noche, sale al patio y aúlla con gran sentimiento, ha de ser cierto que los chuchos pueden ver a los difuntos. También están los animales del corral, pero el único que se ve triste es el Alacrán, que era el caballo del finado. Le puso ese nombre porque dijo que así es como los árabes llaman a los caballos finos, sobre todo a los que son negros y brillantes como los alacranes de verdad. Eso fue antes de que viniera aquel maestro de la capital a decirle que el nombre correcto era "Alazán". ¿Se acuerda del maestro? Pobrecito, nunca se supo de él después de la feria. Dicen que era muy bromista, y la gente de aquí no entiende de bromas ni de payasadas. Que Dios lo tenga en su seno, junto a mi Salvador.
Pues una tarde, tratando da ahuyentar la tristeza, me fui a pescar a la poza honda montada en el Alacrán. El Marimba iba delante, moviendo la cola y olfateando, moviendo la cabeza como si estuviera escribiendo algo en el aire con la nariz. Viera qué lástima me dió la pobre lombriz, cómo se retorcía para salvarse del anzuelo, pero al fin la metí y tiré el sedal con su plomo y su corcho, enmedio de la poza, como me enseñó el pobre Salvador, que descanse en paz. Allí estuve un buen rato sin que pasara nada, hasta que sentí un jalón que hasta hundió el corcho; esperé que el sedal se pusiera bien tilinte, y de un sólo tirón saqué sedal, corcho, plomo, anzuelo y pescado.
Era un pescadito chiquito y como transparente, que más que hambre daba lástima. Para qué se va a comer uno un charalito como ese. Lo destrabé del anzuelo y lo iba a tirar a la poza, pero pensé que los otros pescados se iban a burlar de él si lo miraban regresar derrotado, iban a decirle que no servía ni para sopa. Se lo iba a dar al Marimba pero me dió lástima pensar en el pescadito todo masticado por los grandes colmillos del chucho, así que boté el lodo con las lombrices, lavé la cubeta y la llené de agua limpia para llevarme al pescadito a la casa. Ahora el agua de la poza es limpia. Usté, como no ha venido desde hace tanto tiempo culpa del Federico, ese su marido tan antisocial que se consiguió, que sólo pasa encerrado en la casa y ni suiquiera la deja salir a usté, no se dió cuenta cuando pusieron el agua en el pueblo. Ahora la gente ya no viene a bañarse al río y ya no se ven aquellas natas de espuma con mugre que se miraban antes. El agua es limpia y hasta se puede meter una sin miedo a que se le pegue alguna enfermedad.
Al pescadito lo llamé Macario, como mi abuelo. Siempre hay que ponerle nombre a los animalitos que viven con uno, aunque no sean cristianos. Ya cuando viven con uno es como si tuvieran alma, pues, y ni modo que los va a dejar sin bautizar. Lo eché en el abrevadero donde toman agua las vacas, y viera como prosperó. Al poco tiempo ya se oía desde la casa ¡chuplús! cuando saltaba y volvía a caer al agua.
Un día tuve que salir corriendo por un relajo que tenían las vacas en el corral. Macario había caído fuera del abrevadero y estaba retorciéndose en el suelo, como tratando de saltar, o de caminar, abriendo la boca como que si el doctor le hubiera dicho que dijera ¡Aaaaa! para verle las amígdalas. Lo agarré de la cola y lo tiré de regreso al agua. ¡Dios mío!, pensé, suficiente tengo con que se haya muerto el finado Salvador, que disfrute de la paz celestial, como para estar además cuidando pescados que se salen del agua. Menos mal que el Marimba estaba dormido, desvelado por haber aullado toda la noche, porque si no quién sabe qué hubiera sido de Macario.
Unos días después, el alboroto fue en el gallinero. No sé ni como, Macario había llegado allí y andaba dando brincos mientras las gallinas corrían en todas direcciones. Lo agarré otra vez de la cola y le grité: ¡Usté es animal de agua, no tiene nada que andar haciendo en el gallinero! Y usté va a creer que me estoy volviendo loca, comadre, pero yo sentí que se enojó y estaba como apretando los dientes de la cólera, y cuando me acerqué al abrevadero se me soltó y se tiró al agua y ni me volteó a ver.
Se estuvo unos días escondido bajo el agua, como avergonzado. Ya no saltaba y no se oía el ¡chuplús! de sus caídas, pero después volvió a las andadas, con la diferencia que ahora se regresaba solo, aprendió a empujarse con la cola y de un salto se metía de regreso al abrevadero cuando me veía venir. Poco a poco pasaba más tiempo en la tierra; yo no sé cómo hacía para respirar pero se salía a dar sus vueltas caminando a brinquitos, como esas inditas que se ponen muy apretado el corte y no pueden ni mover los pies, quedan como sirenas y caminan dando saltitos, pues así caminaba Macario.
Cada vez iba más lejos y un buen día se apareció por el corredor de la casa con sus brinquitos de indita. Por poquito se lo come el Marimba porque Macario se acercó mucho a su plato. Por suerte yo andaba con la escoba en la mano y le dí un par de macanazos al Marimba, que desde entonces quedó como torcido y con la trompa para abajo, ya no escribe cosas en el aire cuando olfatea, ahora parece que hiciera dibujos en el suelo. El Marimba no volvió a ser el mismo. Andaba todo el tiempo como resentido y celoso, pobre, y Macario empezó a pasar más tiempo en la casa. A veces lo miraba dando brinquitos, a veces me lo encontraba dormido en la alfombra o en los sillones, y el Marimba le gruñía y le pelaba los dientes, pero nunca lo atacó otra vez. Yo hasta le agarré cariño a Macario y me hacía falta verlo cuando andaba de visita por el corral o por el gallinero.
Y un buen día se me ocurrió ir a pescar de nuevo. Me fui montada en el Alacrán, Macario iba delante dando brinquitos, y el Marimba venia detrás gruñendo y haciendo dibujos en el piso con la nariz. Cuando llegamos a la poza cambié de idea. Imagínese qué iba a pensar Macario al verme torturando y matando pescados, así que pensé que, como el agua de la poza seguía bien limpia, mejor nos íbamos a bañar. Dejamos al Alacrán amarrado a un palo, cuidando las cosas y la ropa, y nos pusimos en la orilla listos para tirarnos al agua, Macario a mi derecha y el Marimba a mi izquierda. ¡Uno, dos, y treeees!, nos tiramos al agua y se oyó un sólo ¡chuplús!.
Y ahora estoy triste, tristísima, peor que cuando enterramos al finado Salvador, que el Señor lo esté alimentando en el banquete divino.
Macario se ahogó.
Le escribo porque me siento triste. Siempre estoy así desde que mi amado esposo Salvador, que Dios lo tenga en su gloria, me dejó.
Cuando los mozos se van, por la tarde, me quedo sola con el Marimba, un chucho costilludo que siempre andaba con el difunto Salvador, que de Dios goce, y ahora siempre anda conmigo. Algunas veces, por la noche, sale al patio y aúlla con gran sentimiento, ha de ser cierto que los chuchos pueden ver a los difuntos. También están los animales del corral, pero el único que se ve triste es el Alacrán, que era el caballo del finado. Le puso ese nombre porque dijo que así es como los árabes llaman a los caballos finos, sobre todo a los que son negros y brillantes como los alacranes de verdad. Eso fue antes de que viniera aquel maestro de la capital a decirle que el nombre correcto era "Alazán". ¿Se acuerda del maestro? Pobrecito, nunca se supo de él después de la feria. Dicen que era muy bromista, y la gente de aquí no entiende de bromas ni de payasadas. Que Dios lo tenga en su seno, junto a mi Salvador.
Pues una tarde, tratando da ahuyentar la tristeza, me fui a pescar a la poza honda montada en el Alacrán. El Marimba iba delante, moviendo la cola y olfateando, moviendo la cabeza como si estuviera escribiendo algo en el aire con la nariz. Viera qué lástima me dió la pobre lombriz, cómo se retorcía para salvarse del anzuelo, pero al fin la metí y tiré el sedal con su plomo y su corcho, enmedio de la poza, como me enseñó el pobre Salvador, que descanse en paz. Allí estuve un buen rato sin que pasara nada, hasta que sentí un jalón que hasta hundió el corcho; esperé que el sedal se pusiera bien tilinte, y de un sólo tirón saqué sedal, corcho, plomo, anzuelo y pescado.
Era un pescadito chiquito y como transparente, que más que hambre daba lástima. Para qué se va a comer uno un charalito como ese. Lo destrabé del anzuelo y lo iba a tirar a la poza, pero pensé que los otros pescados se iban a burlar de él si lo miraban regresar derrotado, iban a decirle que no servía ni para sopa. Se lo iba a dar al Marimba pero me dió lástima pensar en el pescadito todo masticado por los grandes colmillos del chucho, así que boté el lodo con las lombrices, lavé la cubeta y la llené de agua limpia para llevarme al pescadito a la casa. Ahora el agua de la poza es limpia. Usté, como no ha venido desde hace tanto tiempo culpa del Federico, ese su marido tan antisocial que se consiguió, que sólo pasa encerrado en la casa y ni suiquiera la deja salir a usté, no se dió cuenta cuando pusieron el agua en el pueblo. Ahora la gente ya no viene a bañarse al río y ya no se ven aquellas natas de espuma con mugre que se miraban antes. El agua es limpia y hasta se puede meter una sin miedo a que se le pegue alguna enfermedad.
Al pescadito lo llamé Macario, como mi abuelo. Siempre hay que ponerle nombre a los animalitos que viven con uno, aunque no sean cristianos. Ya cuando viven con uno es como si tuvieran alma, pues, y ni modo que los va a dejar sin bautizar. Lo eché en el abrevadero donde toman agua las vacas, y viera como prosperó. Al poco tiempo ya se oía desde la casa ¡chuplús! cuando saltaba y volvía a caer al agua.
Un día tuve que salir corriendo por un relajo que tenían las vacas en el corral. Macario había caído fuera del abrevadero y estaba retorciéndose en el suelo, como tratando de saltar, o de caminar, abriendo la boca como que si el doctor le hubiera dicho que dijera ¡Aaaaa! para verle las amígdalas. Lo agarré de la cola y lo tiré de regreso al agua. ¡Dios mío!, pensé, suficiente tengo con que se haya muerto el finado Salvador, que disfrute de la paz celestial, como para estar además cuidando pescados que se salen del agua. Menos mal que el Marimba estaba dormido, desvelado por haber aullado toda la noche, porque si no quién sabe qué hubiera sido de Macario.
Unos días después, el alboroto fue en el gallinero. No sé ni como, Macario había llegado allí y andaba dando brincos mientras las gallinas corrían en todas direcciones. Lo agarré otra vez de la cola y le grité: ¡Usté es animal de agua, no tiene nada que andar haciendo en el gallinero! Y usté va a creer que me estoy volviendo loca, comadre, pero yo sentí que se enojó y estaba como apretando los dientes de la cólera, y cuando me acerqué al abrevadero se me soltó y se tiró al agua y ni me volteó a ver.
Se estuvo unos días escondido bajo el agua, como avergonzado. Ya no saltaba y no se oía el ¡chuplús! de sus caídas, pero después volvió a las andadas, con la diferencia que ahora se regresaba solo, aprendió a empujarse con la cola y de un salto se metía de regreso al abrevadero cuando me veía venir. Poco a poco pasaba más tiempo en la tierra; yo no sé cómo hacía para respirar pero se salía a dar sus vueltas caminando a brinquitos, como esas inditas que se ponen muy apretado el corte y no pueden ni mover los pies, quedan como sirenas y caminan dando saltitos, pues así caminaba Macario.
Cada vez iba más lejos y un buen día se apareció por el corredor de la casa con sus brinquitos de indita. Por poquito se lo come el Marimba porque Macario se acercó mucho a su plato. Por suerte yo andaba con la escoba en la mano y le dí un par de macanazos al Marimba, que desde entonces quedó como torcido y con la trompa para abajo, ya no escribe cosas en el aire cuando olfatea, ahora parece que hiciera dibujos en el suelo. El Marimba no volvió a ser el mismo. Andaba todo el tiempo como resentido y celoso, pobre, y Macario empezó a pasar más tiempo en la casa. A veces lo miraba dando brinquitos, a veces me lo encontraba dormido en la alfombra o en los sillones, y el Marimba le gruñía y le pelaba los dientes, pero nunca lo atacó otra vez. Yo hasta le agarré cariño a Macario y me hacía falta verlo cuando andaba de visita por el corral o por el gallinero.
Y un buen día se me ocurrió ir a pescar de nuevo. Me fui montada en el Alacrán, Macario iba delante dando brinquitos, y el Marimba venia detrás gruñendo y haciendo dibujos en el piso con la nariz. Cuando llegamos a la poza cambié de idea. Imagínese qué iba a pensar Macario al verme torturando y matando pescados, así que pensé que, como el agua de la poza seguía bien limpia, mejor nos íbamos a bañar. Dejamos al Alacrán amarrado a un palo, cuidando las cosas y la ropa, y nos pusimos en la orilla listos para tirarnos al agua, Macario a mi derecha y el Marimba a mi izquierda. ¡Uno, dos, y treeees!, nos tiramos al agua y se oyó un sólo ¡chuplús!.
Y ahora estoy triste, tristísima, peor que cuando enterramos al finado Salvador, que el Señor lo esté alimentando en el banquete divino.
Macario se ahogó.
4 comentarios:
¡Bueno!
¡Gran final!
Wald
Que buena narracion! me recordo la forma en que mis abuelos hablaban del campo y las historias que contaban.
Creo que esto ocurrìo cerca de Macondo o mejor dicho Rio Hondo, pude imaginar al abuelo encadenado al àrbol...
Gordo: te felicito por esa narrativa tan criollista, un gran desenlace y verdaderamente lo haces vivir y ver el escenario. felicitaciones.
jorge mario barrera
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